miércoles, 27 de abril de 2011

Entre dos aguas

Henrique Lazo

La única ventaja de vivir tan lejos del colegio eran las conversaciones con los dos chóferes del autobús escolar. De resto, todo eran desventajas. 

Te buscaban de primero, bien tempranito en la mañana, y eras el último en llegar a tu casa al final de la tarde. Los dos pilotos tenían la virtud de manejar con eficacia tanto el vehículo como la palabra. 

El chofer de la mañana era el democrático. Vivía despotricando de la dictadura de turno y pregonaba los aromas del sistema democrático. Aquí no se puede hablar tranquilamente, cualquiera te denuncia y te detienen para ver si estás conspirando. 

No hay congreso y los funcionarios, como no son elegidos por el pueblo, responden al tirano y no representan a la sociedad que les paga el sueldo. No hay libertad de prensa y no hay manera de fiscalizarlos. 

El chofer de la tarde era todo lo contrario. Alababa la dictadura y expresaba emocionado que en sólo 5 años se erigieron las obras esenciales de la nación. Esto era posible porque no había intermediarios y las leyes se hacían cumplir, a la brava, pero todo el mundo andaba derechito. 

Para qué servían los partidos políticos si eran todos iguales. No rendían cuentas a sus electores sino a los jerarcas de las cúpulas. Lamentaba que el gobierno no hubiera borrado cualquier vestigio de oposición cuya única finalidad era embochinchar al país. 

El régimen había casi acabado con la delincuencia, las carreteras se multiplicaban por todo el país y se estaban construyendo viviendas para los más necesitados. La democracia era algo así como una fantasía griega. 

Así pasaban los días. En la mañana, cuando llegaba al colegio, el chamo que se bajaba del colectivo era el más ferviente demócrata defensor de los derechos humanos y todas las libertades que el sistema democrático puede ofrecer. En la tarde, al final de la jornada, el que regresaba a la casa era un justificador de todas las ausencias civiles con tal de progresar. 

La lluvia repentina del trópico refresca el atardecer. En la radio, Paco de Lucía, guitarra en mano, transforma la destreza en música extraordinaria. En la noche conciliando las desigualdades, entrando y saliendo por las puertas del sueño, un metal como el sodio y un gas tóxico como el cloro terminan formando una estructura estable y una sustancia maravillosa: la sal común.

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